viernes, 19 de septiembre de 2008

· Soy el último habitante del pueblo

Eran las ocho y siete de la mañana de un día gris y frío. Me acababa de despertar. No oía nada, ni el simple microondas calentando la manzanilla que, todas las mañanas sin falta, se tomaba mi madre; ni tampoco el ruido del teclado del ordenador de mi padre, que ya temprano se ponía a trabajar.
Me levanté. Miré al despacho de mi padre y no había nadie, solo el ordenador encendido. Pensé que quizás estarían desayunando. Miré en la cocina, pero no había ni una sola alma. Podrían estar en el jardín tomando el café, pero tampoco estaban. Mire sala por sala, y no vi ni a mi padre ni a mi madre.
Salí a la calle y tampoco vi a nadie. Normalmente, a esas horas de la mañana, ya estaba casi todo el mundo en marcha. No oía un triste ruido; solo los pájaros y el viento silbando. Me asomé al quiosco del lado de mi casa que siempre estaba abarrotado de gente. Me sorprendí mucho al no ver a nadie, y más aún cuando me di cuenta que las luces estaban encendidas. Me estuve media hora dando vueltas alrededor del pueblo, y no vi absolutamente a nadie.
No sabía que estaba pasando, estaba totalmente desconcertado; solo sabía que me encontraba solo en el pueblo.

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